''El Yucatán de Lara Zavala'' que dio a Carlos Fuentes el premio de periodismo González-Ruano este año.
Publiqué esto por el gusto del premio a Carlos Fuentes, sí, pero también por la novela de Lara Zavala que recién he leído y que me ha vuelto a vincular con uno de mis temas predilectos. El autor domina la historia y la recrea, introduciendo en ella personajes, hechos y circunstancias que hoy cohabitan en la memoria histórica que había forjado de esos tumultuosos acontecimientos que marcaron para siempre a nuestra península. Desde luego que es un libro aconsejable para todos los que amamos a Yucatán. (RMM)
Península, Península:
Por Carlos Fuentes
La relación entre novela e historia se da, en ocasiones, con la inmediatez de la actualidad. Es el caso, por ejemplo, de Los de Abajo de Mariano Azuela (1915) escrita en y desde la turbulencia de la Revolución Mexicana y, en cierto modo, de La Sombra del Caudillo de Martín Luis Guzmán, prácticamente contemporánea a los hechos y personajes del callismo.
Otras veces, la historia sólo admite la ficción gracias a la perspectiva. La Revolución Francesa no tiene novelistas inmediatos. Había que esperar a Balzac y Stendhal. Nadie eleva a ficción la Revolución de Independencia Norteamericana, que temáticamente da sus mejores obras en el siglo XX, con Howard Fast: Los invictos y El ciudadano Tom Paine. Tolstoi escribe los eventos de la invasión napoleónica de Rusia (1812) en 1865. Stephen Crane escribe la mejor novela de la Guerra Civil Norteamericana, La roja insignia del coraje, en 1895.
El siglo XIX mexicano, tan tumultuoso y hasta caótico, produjo novelas de su tiempo y evocaciones de otros: Riva Palacio, Rabasa, Payno. Dos recientes obras mexicanas nos ofrecen una perspectiva renovada, con gran brío e imaginación. En La Invasión (2005) Ignacio Solares da la experiencia de la guerra de 1848 y la ocupación norteamericana de la ciudad de México con un contrastado sentido de luces y sombras, efectos y defectos. La modernidad del relato consiste en que el narrador narra los eventos varias décadas más tarde, en la madurez y durante el porfiriato, dándole a la obra la requisita incertidumbre: esto es ficción, no es historia. Como la novela la escribe un autor contemporáneo a nosotros (Solares) resulta que La Invasión posee tres niveles de temporalidad: lo vivido en 1848, lo recordado durante el porfiriato y lo narrado hoy.
Hernán Lara Zavala, uno de los escritores mexicanos más cultos y reticentes, establece de arranque la actualidad de lo que narra gracias a un novelista (¿el propio Lara Zavala?) que se sienta a escribir la novela que estamos leyendo: Península Península, cuyo tema es la Guerra de las Castas que asoló a Yucatán en 1847. Lara Zavala se inscribe así en la gran tradición, la tradición fundadora de Cervantes, donde la novela de Quijote y Sancho coincide con la actualidad de España, el pasado evocado por las locuras del hidalgo, el género picaresco (Sancho) en diálogo con el épico (Quijote) y los estilos moresco, bizantino, amoroso y pastoral introducidos para darle a la novela su carta de ciudadanía: la diversidad genérica.
El tránsito de Lara Zavala de su irónica actualidad de narrador a la materia narrada, le permite presentar ésta, la Guerra de Castas en Yucatán, con una variedad de ritmos y temas que no sólo la salvan de cualquier sospecha de didactismo, sino que enriquecen lo que ya sabíamos con el tesoro de lo que podemos imaginar. Aquí se dan cita no sólo los hechos y personajes históricos, los gobernadores Méndez y Barbachano, los líderes mayas Pat y Chi y las contrastantes sociedades de la elite criolla y las comunidades indígenas. Están también los mercaderes locales y los gachupines; el doctor Fitzpatrick y su leal (demasiado leal) perro Pompeyo. Están los clérigos y también los monaguillos y sacristanes indios que los asesinan. Está el México y sus revoluciones de José Ma. Luis Mora, en toda su caótica simultaneidad. Está, protagónica, la tierra yucateca, las llanuras blancas sin vegetación, brillando dolorosamente. Están el sol, los laureles, el fresco. Están el mediodía de plomo, el bochorno. Están las hierbas (damiana, ruda, toloache, yerbabuena, gordolobo, etc.) evocadas con una minuciosidad amorosa que revela la formación literaria inglesa de Lara Zavala, sobre todo la lección de D. H. Lawrence, la capacidad de ubicar la pasión en la naturaleza.
Sólo que todo late con amenaza de guerra y muerte. El autor las aplaza con los magníficos momentos de la pasión erótica (el novelista Turría y la viuda Lorenza; la cachondísima María y el escribano Anastasio). El amor es asediado por dos fuerzas que Lara Zavala maneja de mano maestra. Una es la magia, la corriente impalpable de lo sobrenatural presente en los exorcismos y ritos de la península yucateca, que le sirve a Lorenza para pensar que su marido difunto, Genaro, aun vive y merodea en la recámara... hasta descubrir que el ruido lo hace un murciélago que deja de aletear apenas se enciende la luz. ¿Un murciélago? ¿O un vampiro?
Porque la magia de la tierra contiene la muerte de la tierra. El cabecilla rebelde Chi es asesinado por el amante de su mujer, Anastasio. La rebelión pierde (en todos los sentidos) la cabeza, y el presunto comerciante muerto, Genaro, reaparece a reclamar a su mujer casada sólo para ser devuelto a otra muerte: el anonimato, el silencio, como el Coronel Chabert de Balzac, muerto en Eylau, sin derecho a la resurrección.
En las penínsulas, en Campeche y Yucatán, nos advierte Hernán Lara, las noticias vuelan, nadan y se arrastran. También pueden novelarse, como lo hace aquí el autor con una prosa límpida, tan transparente (para establecer comparaciones odiosas o amables) como la de Martín Luis Guzmán. Frágil empresa, como lo sabe Turrisa cuando la furia revolucionaria le quema el manuscrito de su libro y el autor entiende que ya no tendría el coraje de reescribir su novela, que sólo sobreviviría en su memoria e imaginación.
Que son, por fortuna, las nuestras.
Hola, primo. Prometo leer la novela. La tengo por aquí, no la he desretractilado.
ResponderBorrarSaludos