(Imágenes tomadas de Le Figaro)
Hace unos años, desde París, tomé el caso de Vicente Humbert de 22 años, cuadrapléjico, mudo y ciego como consecuencia de un accidente automovilístico que le había ocurrido un tiempo atrás y que hacía (nos hacía) la súplica misericordiosa de que lo dejaran morir porque ya no tenía sentido su vida, para replantearnos la eterna pregunta: ¿Tenemos el derecho de morir?. Expresaba yo entonces la encrucijada de la siguiente forma: ¿Debemos mantener a toda costa la vida de un ser humano postrado por la enfermedad incurable, sin miramiento a la calidad de su vida? ¿Debemos ayudar al enfermo sin remedio a bien morir, a escapar de su sufrimiento sin esperanza? ¿De quién es nuestra vida? ¿De nosotros mismos? ¿De un dios etéreo? ¿De la ley? ¿De la sociedad? ¿De quién? ¿De quién es nuestra vida?
Hoy se ha vuelto a presentar el caso doloroso en Francia. Érase una mujer, Chantal Sebire, de cincuenta y tantos años, padeciendo un cáncer terminal inoperable en la fosa nasal que le había deformado el rostro al límite de lo monstruoso y que le producía enorme y permanente sufrimiento físico y moral. Madre de tres hijos jóvenes, solicita a todas las instancias habidas y por haber, ayuda y autorización para acabar con su vida en su propia casa, en Dijon, Francia, de manera que terminara su sufrimiento. Había señalado en sus peticiones la posibilidad de viajar finalmente a Suiza, donde el suicidio asistido en el caso de este tipo de enfermos, con padecimiento terminal, es permitido por la ley. La semana pasada tras la negativa de la corte francesa y de la remisión de su caso a un grupo de expertos por parte del Presidente Sarkozy a quién fue planteado en última instancia el asunto, la dama fue encontrada muerta en su casa sin que hasta la fecha haya sido determinada la causa física de su deceso.
El procurador francés investiga y descarta que éste hubiera ocurrido por razones "naturales". "Hay un cierto número de sustancias que se han encontrado en el cuerpo y que se están analizando", ha explicado el agente del ministerio público después de la autopsia del cadáver. "No tengo los resultados de estas sustancias y las cantidades, y por tanto, no puedo decir otra cosa más que debo esperar los resultados definitivos para que sepamos qué sustancias se han identificado y cuáles son las dosis y, si las hay, si han podido contribuir a la muerte de la señora Sebire". Ella sabía y al parecer lo había comentado con la prensa durante las semanas previas al desenlace, que el pentotal sódico, poderoso barbitúrico, podría hacer la tarea que ella buscaba: la de terminar con sus días. Sobra decir que nadie había disponible, a falta de una ley que lo permita, para suministrárselo.
Ella, Chantal, no se sabe cómo todavía, finalmente logró conducir su trayecto hacia la muerte con la misma entereza al parecer con que durante los últimos años había logrado dominar el proceso de su enfermedad. Ella pudo al final, por sus propios medios, poner fin a su sufrimiento y al de los que la rodeaban. Y en haciéndolo logró también reabrir el viejo debate del derecho a morir en Francia y en otros países europeos en donde la cuestión sigue, terca, instalada en una escala superior del interés social. Uno se pregunta todavía por qué en Francia, un país eminentemente laico, con un gobierno laico, en donde además el suicidio como tal no está penalizado, el proceso legislativo para considerar estos casos extremos facilitando la muerte asistida, no se ha desarrrolado más.
En 2005 se legisló (la llamada Ley Leonetti) de forma que ha resultado a todas luces insuficiente y este nuevo caso lo demuestra palmariamente. Esta nueva legislación se dió a raiz del caso de Mary Humbert, madre de Vicente, citado arriba, quien participó activamente en el proceso de poner fin a la vida miserable de su propio hijo y quien después de ser sometida a juicio en los tribunales franceses logró su exculpación -jurídicamente hablando- además de forzar, por el clamor social que levantó, a la nueva ley.
Hoy, a la vista de este nuevo caso, algunos de los legisladores que participaron entonces en la elaboración del proyecto de ley, conceden que es necesario ir más lejos hacia la denominada eutanasia asisitida, para manejar dentro del más puro concepto de los derechos del hombre, este tipo de casos extremos pero frecuentes, que ponen de relieve que el ser humano debe tener la posibilidad de terminar con sus días con dignidad, frente a los suyos, abiertamente, a partir de su propia decisión, y no por la puerta de atrás, en el escondrijo, como si fuera una conspiración delictuosa, como tuvo que hacerlo Chantal Sebire.
Queda claro, sin embargo, que además de lograr su propósito ulterior Chantal pudo, con la fuerza de sus argumentos personales y con la insistencia de llevar su caso al debate público y jurídico, renovar el impulso para que se reconsidere el caso desde el ángulo legislativo. No hay razón válida, insistimos nosotros, para que el hombre no pueda ejercer libre y soberanamente la decisión más importante de su vida: quitársela cuando le resulta insostenible seguirla enfrentando. Y, lo más importante, hacer esto en el marco de la más absoluta dignidad.
Volvemos a constatar que el mundo -equivocadamente, sostengo- sigue pensando que la vida no es de su verdadero dueño. Que la vida no es nuestra; de cada uno de nosotros. Que la sociedad puede dictarnos con autoridad incontestable la obligación de vivir. Obligación que a veces nos impone la fatalidad....o, ¿algún Dios acaso?
Como médico en activo estoy, en principio, en contra de la eutanasia activa. No obstante, ante algunos casos extremos, como el de Chantal Sebire, me pregunto si no seria más razonable y sobre todo más humano, acceder, como caso excepcional, a su petición y ayudarla a morir, utilizando la mejor, y más indolora, técnica farmacológica. En sus últimas horas, debió sentirse muy sola y olvidada de la sociedad a la que perteneció.
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