Por: Juan Duch Gary
En el camino del ocaso
la muerte nos depara ausencias infranqueables.
Antes de ser, lo que se dice, viejos,
vemos seguido nuestra propia muerte
entre los sueños, la acariciamos despiertos,
platicamos con ella, la cercamos,
pensamos en los tonos grisáceos de su rostro,
en las amarillentas costras de sus manos,
en sus uñas verdosas, en su cabello hirsuto,
en el vacío profundo de sus ojos sin fondo,
en la clave sin huella de sus pasos sin tiempo.
A veces, consideramos la muerte
de alguien muy querido y nos imaginamos
cómo enfrentó la soledad de ese momento
en que el hombre está a un paso de no serlo
y sin embargo sigue siéndolo.
Cómo vivió el suceso que no tiene sucesión
sino pasado. Con qué mirada miró
la magnitud del cóncavo universo sin luz
que lo esperaba.
A veces, pensamos en la muerte que ronda
nuestra ruta y alcanza, al azar, a algún amigo.
Lloramos, rabiamos, blasfemamos
en contra del destino. Y el vivir sin embargo
nos va dando consuelo, lentamente,
sin prisa y sin descanso.
A veces estamos más solos que el ocaso.
Pero en la edad de la entereza,
en esta edad incontenible
que aplaca nuestras fuerzas
y nos irradia calma, placidez, mesura.
En esta edad del conformismo sin contornos,
de la radiante lucidez sin sueño.
En esta edad de todas las edades,
tendemos a mirar hacia adelante
y poco a poco vemos, constatamos,
cómo se desvanecen las figuras
que marchaban abriéndonos camino,
abriendo los postigos del tiempo ante nosotros,
haciéndonos más fácil el trayecto.
Cómo se van diezmando los abuelos,
los viejos, los ancestros.
Cómo sus cuerpos se fueron transformando
en pensamientos, en sueños, en recuerdos
arrinconados en el último cajón de la memoria,
dispuestos a seguir por siempre a nuestro lado.
Cómo sus espíritus se volvieron palabras, enseñanzas.
Cómo sus personas se nos convirtieron
en símbolos, espejos, arquetipos.
Cómo sus nombres se nos volvieron huertos.
Es el momento justo en que la muerte,
ya sin pudor, sin miedos ni misterios,
nos muestra el transcurrir de las ausencias,
la perspectiva de la concavidad sin término.
Y poco a poco vemos, constatamos,
que vamos quedándonos muy solos.
Más solos que el ocaso. Más solos
que el mar dormido en sus costados.
Y entonces nos invade la nostalgia.
Y entonces nos invade la nostalgia.
Coatzacoalcos, Veracruz, octubre de 2002
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