Por Rodolfo A. Menéndez.
Como nunca antes en la historia reciente de los Estados Unidos de Norteamérica, un proceso electoral ha suscitado el interés, la pasión y hasta el encono de propios y extraños. Un negro, no tan negro, compite contra un blanco, muy, muy blanco, por el liderazgo visible del imperio por excelencia en este mundo en que nos tocó vivir. Hoy es el día crucial en que habrá de conocerse el veredicto de los que tienen derecho a elegir a este protagonista clave para el derrotero que nuestro planeta habrá de tomar en los siguientes años.
Los medios de comunicación, dueños y señores de la opinión pública, se han encargado a lo largo de los últimos veintiún meses, de mostrarnos y demostrarnos las características y calificaciones de un candidato y del otro. Se han emitido toda suerte de opiniones y consideraciones a favor y en contra de los contendientes. Se ha ido configurando paso a paso la resultante que hoy cobrará legitimidad.
Llegan los dos personajes en cuestión a esta fase final en que se juegan los dados definitorios con su respectiva cauda de promotores, favorecedores y fanáticos. Obama, al parecer con una cierta ventaja reflejada por las machaconas encuestas, que lo ubican como el más probable sucesor del peor presidente norteamericano que el mundo ha visto nunca jamás. Más joven, más carismático, más moderno que su oponente, el senador por Illinois ha propuesto como lema y eje de su campaña el cambio. Cambiar a los Estados Unidos ha dicho y repetido hasta el cansancio. ¡Cambiar al mundo!, ha llegado a decir en momentos críticos del proceso como cuando se precipitó el colapso de las instituciones bancarias como resultado de la crisis financiera que finalmente estalló hace unas cuanta semanas.
McCain, montado en un corcel más conservador como corresponde a un miembro de 72 años del partido Republicano, “el viejo y gran partido” (G.O.P.) de Norteamérica, también ha ofrecido a su clientela cambios importantes en la política y en la economía del imperio. Desde luego se ha querido desmarcar, sin lograrlo del todo, de los dramáticos errores y del merecidísimo desprestigio del actual presidente norteamericano, ofreciendo una nueva visión y un nuevo enfoque por parte del partido que abandera y que hoy todavía campea en el poder.
Uno y otro pues, en mayor o menor medida, se han promovido como verdaderos agentes del cambio frente a una sociedad harta, saciada en sus excesos y en los aún mayores excesos de sus dirigentes, y golpeada por las realidades contundentes: Una inicua guerra desgastante de la que los Estados Unidos no arriba a salir, un desprestigio nacional épico frente a la comunidad internacional y la peor crisis financiera y económica de los últimos 80 años con todo y su efecto globalizador.
La opción final ha quedado, para el público elector y para los mirones y víctimas que somos nosotros, el resto del mundo, entre dos grados diversos de cambio aparente. El cambio mayor ofrecido por el negro y el cambio menor ofrecido por el blanco.
Para el análisis que hacemos nosotros desde nuestros países mestizos, en que ni somos blancos ni somos negros, pero sí víctimas sometidas al declinante imperio, no cabe ciertamente el optimismo, ni con que gane uno, ni con que gane el otro. No debemos, no podemos, hacernos ilusiones. Esa y no otra es nuestra triste realidad.
Ya en la década de los años 50, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, describió en su famosa novela El Gatopardo lo que este proceso electoral significa para el mundo: “Cambiar para que todo siga igual”. Paradoja que habremos de sufrir hasta el final de nuestros días. Los verdaderos días de cambio están aún muy, muy lejos para nuestras naciones.
¡Al tiempo!
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